jueves, 15 de noviembre de 2012

Karina Barboza Peñalva -Cuento-



Nacida en Montevideo, Uruguay.
Es Traductora Pública en Idioma Inglés pero su verdadera pasión son las letras.
Asistió al taller literario de Raquel de León desde 2004 a 2008 cuando se mudó a Argentina. Gracias a la guía y apoyo de Raquel, descubrió que su pasión iba más allá de la lectura, que era feliz creando, y que los cuentos fantásticos eran el mejor remedio para un alma que se siente siempre enferma de rutina y cotidianeidad.
En Buenos Aires asistió al taller literario de Mónica Rivero durante el año 2010, hasta que se mudó a Inglaterra. Actualmente plasma sus experiencias, hace homenajes a sus amigos los libros y analiza sus sentimientos de emigrante peregrina- como ella se describe- en el blog “Una Inglaterra Propia”. En el pueblo de Crawley le saca el jugo a la cercanía del aeropuerto de Gatwick para darse el gusto de cumplir su sueño: viajar por el mundo. En las antiguas ciudades de Europa está redescubriendo a los autores que la acompañaron durante tantos años, y conociendo a todos los demás; en el Reino Unido se ha hecho amiga de Jane Austen y Oscar Wilde, en París caminó por las calles que recorría Cortázar, en Praga absorbió la vida de Kafka



PRAGA INCONCLUSA

   Decidí viajar a Praga el día que me harté de mis sueños infinitos. A menudo me pregunto por qué, después de tantos años teniendo la misma clase de pesadilla, fue aquella en particular la que me produjo tanta desesperación. Supongo que nunca logré acostumbrarme a la angustia que se me alojaba en el pecho después de uno de mis sueños incompletos; a las continuas oleadas de irrealidad que se entremezclaban con las actividades diarias,  y mis vanos intentos de dominarlas para continuar viviendo. Pero creo entender que esa noche, el deseo de volver al sueño fue más intenso que nunca. Necesitaba terminarlo; era el más imposible de todos: conseguir ese trabajo y abandonar mi puesto en la compañía de seguros.

   Cuando desperté, había pasado el cuestionario de cien preguntas y la prueba del olor (siempre olía muy bien en mis sueños); uno de los entrevistadores había quedado muy satisfecho con mi forma de comer, hasta mencionó que enviaría una carta felicitando a mis padres por haberme enseñado a masticar con la boca tan cerrada, ya que era algo que la empresa valoraba mucho a la hora del almuerzo. Sin embargo, luego de la superación de las primeras etapas, siguió una que se repetía en muchas de mis noches oníricas: el puente inestable por el que tenía que arrastrarme sin mirar al vacío, y la maldita escalera, de la que nunca lograba salir. Esta vez no pude soportar la incertidumbre, tenía que saber si los escalones eran infinitos, si habría más pruebas, o si era simplemente mi destino despertar antes de que los escalones se agotaran.

   Hice la valija, compré un pasaje de último momento y viajé intentando no dormir. Llegué al aeropuerto de Ruzyne una helada mañana de febrero. Conseguí una habitación en el Hotel Venezia, un modesto albergue situado en el barrio histórico de la ciudad. No tardé en enamorarme del viejo edificio de altísimos techos, amplias habitaciones y un cierto aire a cine de terror. Dejé la pequeña valija sobre la cama y, sin perder más tiempo, salí a buscar a Kafka.

   Cinco minutos caminando por la calle Sokolská bastaron para darme cuenta de que Praga era mi hogar; los colores de todos sus edificios habían estado siempre dentro de mí. Recorrí con familiaridad el barrio Stare Mesto y la Ciudad Vieja, devoré el Reloj Astronómico en una completa soledad inventada, tomé un café en el Louvre extrañando a mis viejos amigos, lloré en el Castillo de Praga. El señor K. se dejaba sentir en cada rincón, en todos ellos se advertía su dolor y su desarraigo; su alienación añeja me trepaba por las piernas a cada paso y se iba sintiendo como en casa a medida que recordaba todas las prisiones hermosas de la ciudad. En el Puente Carlos, la música callejera silenció el bullicio para regalarme la serenidad de las estatuas. Y así, sin mapas ni direcciones, llegué al Callejón del Oro. Me pareció ridículo el cartel que me ordenaba mostrar mi entrada, ¿pagar para entrar a una calle que sentía mía? Pero al acercarme, me di cuenta de que la ciudad me tenía un cierto respeto; el lugar estaba vacío y el portón sin trabas. Con naturalidad lo abrí y me dirigí a la casa número 22.

      Su color celeste me hizo sonreír, y no me molestó que la pequeña casita estuviera dedicada a los libros del autor praguense; por más que fuera una trampa para turistas; sé que muchas almas kafkianas han respetado estos pocos metros cuadrados que para él fueron un santuario. Ni bien crucé el umbral, entendí que la búsqueda había terminado. Él estaba ahí. Me puse a ojear los libros intentando disimular una excitación que sabía incontrolable. Tomé una copia de "Un médico rural" de uno de los estantes y le pregunté a la vendedora cuál era el precio. Su apática respuesta me hizo sentir una pena infinita, ¿acaso no se daba cuenta de que todos sus días estaban rodeados de genialidad y que tenía en esa casucha un compañero para su soledad?

   Busqué en mi mochila y encontré un billete de cinco mil coronas checas. Con una mirada de disculpa se lo tendí a través del mostrador y ella me devolvió una de odio arraigado, musitando entre dientes que tendría que ir a buscar cambio. Le contesté que no me importaba que se llevara mi billete, la esperaría en la tienda. No sin desconfianza, salió olvidándose de la llave. Esperé unos segundos prudentes y tranqué la puerta. Una voz me llamaba y no quería hacerla esperar más. Al mover uno de los estantes, encontré el hueco; sólo los elegidos sabíamos dónde estaban las escaleras que daban al altillo donde Kafka escribía hasta la medianoche. Atravesé el minúsculo hueco y subí cada escalón ya sin apuro.

   No escribía, como mi idealismo infantil lo había imaginado, si no que estaba sentado en una silla de caña mirando hacia la puerta; me invitó a sentarme en otra igual. Tenía tantas preguntas, no sabía por donde empezar, pero no fue necesario emitir sonido alguno; él sabía el motivo de mi visita. Otros visitantes lo buscaban por la misma razón. -Tus sueños inconclusos no son una condena ni un castigo- dijo con la voz calma de quien lleva casi un siglo tratando el mismo tema. -Me divierte ver cómo críticos, profesores, filósofos existencialistas se devanan los sesos intentando darle razones a mi obra, sobre todo a la inconclusa- continuó. Me animé a contestar- si no es una condena, ¿por qué me siento condenada a vivir entre nieblas de realidad y ensueño?- Con una sonrisa y saboreando sus lentas palabras, me dio la respuesta que siempre había necesitado: -sólo doy a unos pocos esa habilidad de nunca terminar el sueño y continuarlo en la vigilia, me gustaría que tú la aprovecharas. Todos tienen su manera propia de beneficiarse o consumirse por esta cualidad; en tu caso, tu destino es explotarla a través de las palabras. Si estás dispuesta, me gustaría guiarte.- Sin secarme las lágrimas, saqué mi cuaderno de la mochila y le pregunté a mi tutor: ¿me prestaría una pluma?   

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuento impecable que muestra la destreza de la autora en el manejo de la técnica del género. El tema de los sueños enfocado con singularidad, creativamente, convertido en historia, y nos deja el regusto de haber compartido un momento con la genialidad de Kafka.
PILAR ROMANO

Anónimo dijo...

Sin que me diera cuenta la historia se me coló en el cuerpo y de pronto sentí que yo también subía las escaleras; despacio, como la protagonista.
Muy linda historia.
¡Muchas gracias!

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