domingo, 27 de octubre de 2013

LA ENTREVISTA: JORGE GÓMEZ JIMÉNEZ (LETRALIA).


JORGE GÓMEZ JIMÉNEZ (LETRALIA): o como la ficción puede ser más tangible que la realidad

Hace ya diecisiete años, un 20 de mayo de 1996, se concretaba una utopía: nacía LETRALIA.¿Qué es LETRALIA? es una revista literaria fundada en Cagua, Estado Aragua, Venezuela, creada para la difusión de la literatura del mundo de habla hispana. También la primera en ser distribuida por correo electrónico en América Latina. En la actualidad, LETRALIA posee un extenso archivo de obras, muchas de las cuales han alcanzado reconocimiento internacional. En su decimocuarto aniversario, el 22 y 23 de mayo de 2010, se llevó a cabo en Maracaibo, el Encuentro Nacional de Ciberliteratura y Escritores Inéditos, evento convocado en homenaje a LETRALIA organizado por la Universidad de Zulia. En estos 17 años LETRALIA ha pasado por diferentes etapas, en particular una época en que estuvo próxima a no ser publicada más; pero con trabajo, talento, un poco de suerte y bastante tozudez mucho de lo mejor de la literatura mundial (en particular de Latinoamérica) ha pasado por sus páginas. Hoy LETRALIA es mucho más que una revista digital. En sus páginas se puede encontrar información sobre concursos, notas sobre literatura, poesía, prosa, talleres, etc. Además cuenta con EDITORIAL LETRALIA, que lleva publicados algunos títulos como: Fabulario Minimalista (de Wilfredo Carrizales, Venezuela), Poeta en la luna de Cuba (René Dayre Abella, Cuba) o las antologías de su 16º aniversario: Letras Adolescentes y de su 17º aniversario: El extraño caso de los escritos criminales.
Algunos de sus reconocimientos son: año 2006, Finalista del Stockholm Challenge Award (Categoría Cultura, en Suecia). Año 2007, Ganador del Premio Nacional del Libro (Venezuela). Año 2008,  Finalista del Stockholm Challenge Award (Categoría Cultura en Suecia)
El alma mater de este exitoso proyecto es el escritor venezolano Jorge Gómez Jiménez (Cagua, Estado Aragua, 1971). Su extensa y prolífica actividad incluye estos hitos: entre 1989 y 1990 dirige la Peña Literaria Cahuakao (Cagua, Estado Aragua, Venezuela). Entre 1990 y 1993 el semanario El Tabloide, de la misma ciudad. Desde 1996 edita en Internet la revista literaria LETRALIA. COM. Desde 1997 desarrolla actividades culturales en la Asociación Civil Pie de Página (Maracay, Estado Aragua, Venezuela). Su actividad literaria incluye: la obtención del primer lugar en los concursos de narrativa Semana de la Juventud (Ateneo de La Victoria, 1996), Poeta Pedro Buznego (Casa de la Cultura de El Consejo, 1997) y en el X Concurso Anual de la Universidad Central de Venezuela (Maracay, 2002), así como el Premio Nacional del Libro de Venezuela 2007 por la revista Letralia.com (Caracas, 2009).

Además, obtuvo el segundo lugar en el 3r Concurso de Mini-Cuentos Los Desiertos del Ángel (Secretaría de Cultura del estado Aragua, 1998), una mención honorífica en el XXIII Concurso de Relatos Ciudad de Zaragoza (España, 2005) y ha sido finalista en dos ocasiones, con la revista LETRALIA.COM, de los premios Stockholm Challenge (Estocolmo, Suecia, 2006, 2008). Su novela El rastro, publicada en Internet en 1996, recibió en 2007 el puesto Nº 32 en la lista “Las mejores 100 novelas de la lengua española de los últimos 25 años”, de la revista Semana, de Colombia.
Pero, ciertamente, lo mejor sería conocer por el propio Jorge Gómez Jiménez sobre su actividad literaria y los avatares que llevaron a cristalizar el proyecto LETRALIA.


RJB: Jorge, hemos podido comprobar que es muy difícil rastrear por Internet la actividad literaria actual en Venezuela. ¿A qué se debe que los poetas y escritores venezolanos sean tan reacios a los medios digitales?

JGJ: Yo no aprecio las cosas de la misma manera. En Venezuela hay un movimiento literario bullente que permanece publicando y renovándose a través de los frentes que suelen funcionar en todas las literaturas: editoriales, encuentros, concursos. Hay un proceso evolutivo natural y se está desarrollando exactamente de la manera como debe hacerlo, con sucesivas oleadas de autores jóvenes y desconocidos que se van abriendo camino para ubicarse al lado de quienes ya han llevado sus carreras a ciertos niveles. Ese proceso ha sido motorizado con vigor por Internet, que brindó una plataforma para que los autores se conocieran entre sí, se dieran a conocer en el exterior y conocieran lo que se está escribiendo en otros países. Iniciativas digitales como Ficción Breve Venezolana o Prodavinci, así como la masiva proliferación de blogs y otras publicaciones, han propiciado la presencia sostenida de nuestros autores en la red. Es cierto que este proceso ha encontrado dificultades puntuales, tecnológicas y económicas: el servicio en Venezuela es, en líneas generales, caro y de mala calidad. Pero aun así buena parte de la literatura venezolana contemporánea pasa por Internet.


RJB: ¿Cómo logró que Letralia fuera un proyecto digital exitoso? ¿Recibió algún tipo de estímulo del Estado?

JGJ: La verdad es que ni yo mismo tengo respuesta para el éxito de Letralia. Simplemente me senté a hacer la revista que hubiera querido leer en 1996, con textos de autores desconocidos, que estaban en la misma búsqueda que yo. Gente que quería ser leída, que quería recibir opiniones de sus contemporáneos. Cómo llegó a calar en el gusto de tantos lectores, es algo que continúa siendo un misterio para mí. Y sí, en una oportunidad, hace varios años, recibimos un pequeño aporte del Estado, aunque de alguna manera la sobrevivencia de Letralia todo este tiempo es también otro misterio.
 

RJB: es nuestra creencia que la llamada Generación del 28 fue un movimiento literario antecedente inmediato de lo que sería el boom latinoamericano. Considerando la cantidad y calidad de literatos venezolanos ¿Por qué tenemos en la actualidad tan pocas referencias del panorama literario venezolano en particular?

JGJ: Ha incidido mucho una impericia proverbial del Estado en materia económica —y con esto no me refiero a la situación coyuntural actual sino a una falla histórica de muchas décadas—, que paulatinamente ha ido acorralando al sector editorial. Pero también hay otros factores. Creo que en Venezuela jamás se ha llegado a un nivel de profesionalización del oficio que permita la difusión masiva de lo que hacen nuestros autores. En Venezuela no existen agencias literarias ni, en general, un entorno profesional para el escritor. Ni siquiera los escritores que han logrado mayor éxito pueden decir que han asegurado su subsistencia gracias a ese éxito. No hay un esfuerzo sustancial, sostenido, para respaldar a nuestros autores en ferias internacionales ni en otros foros que puedan contribuir a la publicación fuera de las fronteras del país.

RJB: ¿Piensa que los medios electrónicos puedan desplazar al libro impreso en papel?

JGJ: Sí, creo que será la evolución natural del libro o, propiamente dicho, de la difusión de contenidos. Lo vio Michael Hart en los años 70 cuando era apenas un estudiante abrumado por la tarea que le habían encomendado de averiguar el uso que se le podía dar a la colosal computadora de la Universidad de Illinois: “El mayor valor intrínseco en las computadoras no está en la computación, sino en su capacidad para almacenar, recuperar y localizar datos”. El libro en cuanto objeto ya disponía de esta capacidad, pero la computadora —y con este término englobamos toda la inventiva digital, desde la ya venerable PC hasta los modernos aparatos híbridos y más ligeros— indudablemente representa un salto inmenso y una solución aceptable a todas las limitaciones que nos impone el libro con su impronta de quinientos años de historia. Costos de producción y transporte, localización de la información y posibilidades de interacción son algunas de esas limitaciones. La necesidad de corregirlas es lo que ha venido impulsando el paulatino desarrollo del libro digital. El camino por recorrer pasará por resolver problemas de compatibilidad y, lo más importante, la dependencia de los dispositivos actuales respecto a una fuente de energía. Cuando sean superados estos inconvenientes —que hacen de lo digital una solución hasta ahora sólo aceptable—, la humanidad se despedirá del libro impreso, aunque, claro, nunca se despedirá del libro.


RJB: Jorge, su padre falleció muy joven (usted contaba apenas con 11 años). Aparte de su madre docente. ¿Qué otras influencias recibió para decantar por la literatura?

JGJ: En realidad todo se redujo a ellos dos. Mi casa estuvo desde siempre llena de libros y para mí era natural pasar horas con ellos, incluso antes de que aprendiera a leer. No quiero decir con esto que desdeñara los juguetes o salir a jugar con los chicos de la cuadra, sino que los libros formaban parte de mi actividad y me despertaban tanto interés como los juguetes y los juegos. Todas las influencias externas que recibí posteriormente llegaron cuando ya la decisión estaba tomada, pues yo escribo desde que aprendí a escribir. O quizás desde antes.


RJB: Usted se declara cinéfilo. De ese tipo de amante del cine que puede gozar tanto con la nouvelle vague como con la cinematográfica más pochoclera (en referencia a las infaltables cotufas). ¿Cuál es la escuela cinematográfica que más admira? ¿Qué películas recomendaría a nuestros lectores?

JGJ: Me resulta difícil hablar de escuelas, pues en una tendencia puedes encontrar filmes que te gustan y otros que te disgustan. En materia cinematográfica mis binoculares apuntan más bien a cineastas. Mi lista de recomendaciones siempre está encabezada por Terry Gilliam y, en su filmografía en particular, Brazil. Y después de eso mi lista es bastante variopinta. No creo que pueda desplegarla completa pero mencionaré algunos autores, gente a la que sigo obsesivamente como Woody Allen, Alfred Hitchcock, Billy Wilder, Steven Spielberg, Martin Scorsese, Wim Wenders, Peter Weir, Clint Eastwood, Sydney Pollack, Zhang Yimou, Michel Gondry, Roman Polanski, Richard Linklater, Stanley Kubrick, Alan Parker, Mike Nichols, Michael Radford, Quentin Tarantino, los Coppola —Francis y Sofía—, los hermanos Cohen, los hermanos Scott —Ridley y Tony—, algo de Baz Luhrmann, el mejor Rob Reiner —el de Misery—. Del cine español mis preferidos son Álex de la Iglesia y algo de Almodóvar; García Berlanga, el gran Bigas Luna. Del cine venezolano, Román Chalbaud en su cine clásico hasta Pandemónium —después de eso se desdice a sí mismo haciendo el peor cine posible—, Alberto Arvelo, Diego Rísquez, el primer Luis Alberto Lamata. Incluyo también las series británicas y estadounidenses —lamentablemente nos llega poco de otras latitudes para hacernos un juicio—; soy fan, a niveles ridículos, de Doctor Who; series como Life on Mars, Breaking Bad, Dexter o Spartacus las descargué completas y las conservo como libros preciados. Me encantan esas series británicas con temporadas de cinco o seis episodios. Disfruto mucho comedias como Seinfeld, The Big Bang Theory o Community.


RJB: Desde Julio Cortázar hasta Woody Allen, desde Clint Eastwood hasta Eduardo Galeano el jazz ha seducido a una pléyade de intelectuales de todo el mundo ¿Qué influencia ha tenido en usted? ¿Cuáles son sus músicos predilectos?

JGJ: No soy propiamente un conocedor, sino alguien que disfruta del género. De hecho, en materia musical es lo que más disfruto. Y dentro del género, los grandes intérpretes clásicos, Louis Armstrong, Charlie Parker, Glenn Miller, Ray Charles, Thelonious Monk, Count Basie, Dizzy Gillespie, Miles Davis, John Coltrane, Duke Ellington, Benny Goodman; las voces inmortales de Ella Fitzgerald, Carmen McRae, Billie Holiday. Trabajo todo el día con una emisora de jazz que transmite por Internet. Y, aunque no dependo de la música para escribir, cuando decido escribir con música lo hago con jazz —preferiblemente instrumental— o con Chopin.


RJB: En una de las preguntas le hice mención a la generación del 28 y la revista Válvula. Pues bien, según lo que pude investigar al respecto fue un notorio precedente del movimiento conocido como el boom latinoamericano y en particular lo que se dio en llamar realismo mágico (sobre todo por García Márquez) Sin embargo, y como ejemplo, el escritor Arturo Uslar Pietri en su cuento "La lluvia" ya sienta algunos precedentes sobre este estilo tan particular. Es más (esto a criterio particular), luego de leer el cuento "El marciano" de Ray Bradbury (Crónicas marcianas) encontré más de una similitud en el clima, el desarrollo y los actores principales del relato. El escenario varía (del llano venezolano a las llanuras marcianas), pero se avecina una tormenta. El matrimonio solitario, algo mayor, con una pérdida que afectó sus vidas. En un caso el primogénito y en el otro un perro. Por último la irrupción de lo "mágico" en lo "real".

JGJ: En Venezuela tenemos una antigua leyenda según la cual la novela breve Desde el jardín, de Jerzy Kosinski, está inspirada en “El diente roto”, un relato escrito por Pedro Emilio Coll en 1890. En el cuento del venezolano, a un chico se le rompe un diente y pasa toda la vida acariciándolo con la lengua. Por alguna razón, su permanente estado de ensimismamiento convence a su entorno de que es un genio, hasta el punto de que llega a ocupar cargos de dirección del país, como diputado o ministro, y no llegó a recibir la banda presidencial porque una apoplejía lo mató justo antes. No hay manera de saber si realmente Kosinski se inspiró en Coll —ha de haber cientos de relatos de corte similar desperdigados por el mundo—, pero lo cierto es que la literatura y el arte recorren caminos intrincados. Arturo Uslar Pietri comparte con Miguel Otero Silva y Julio Garmendia un aliento renovador en las letras venezolanas del siglo XX. Gallegos es la figura señera, el faro, pero estos tres acabarían con el cuello del cisne introduciendo la psicología como motor de la trama; temas complejos como el doble, la devoción invertida en seres imaginarios, y, claro, elementos evidentemente fantásticos que después serían reconocidos como marcas del realismo mágico. Los dos primeros serán anuncios claros de lo que más tarde se consolidaría como el boom, pero por otro lado, si hay que buscar en las letras venezolanas un precedente del realismo mágico, es Garmendia, el menos conocido, a quien hay que mirar.

RJB: Por último, cuando viajé a Venezuela (hace ya tres años), en la Casa de la Cultura de Maracay, tuve el placer de conocer a un personaje (en el mejor sentido de la palabra) al que usted (según palabras de Andrea) suele referirse como "biblioteca ambulante". Una persona apasionada por la literatura cuya compañía, por desgracia, no fue tan extensa como hubiera deseado. ¿Podría usted hacer una breve semblanza del señor Manuel Cabesa?
 
JGJ: Manuel es mi hermano (y también mi compadre, pues soy padrino de agua de su hijo mayor). Nos conocimos hace varios años, poco tiempo después del nacimiento de Letralia, y ya éramos grandes amigos cuando una extraña casualidad nos convirtió también, por un breve tiempo, en vecinos. Juntos hemos recorrido bares y literatura sin detenernos a pensar demasiado en cada cosa. Es un escritor forjado en bibliotecas, ámbitos en los que ha trabajado la mayor parte de su vida, y de las que ha recibido el superpoder de encontrar relaciones entre puntos distantes de la cartografía literaria universal. Esa formación le ha provisto además de una prosa delicada. Una prosa que, por otro lado, es capaz de mover a la gente, y estoy siendo literal: cada vez que Manuel lee en un recital su cuento “Nubes con sandalias”, donde describe unos pies femeninos, las chicas del público se miran disimuladamente sus pies, quizás comparándolos con los del personaje del cuento o buscando en ellas algo de la belleza que están escuchando del narrador. Ese es un tipo de influencia que no todos los escritores pueden ejercer sobre el público.
 
©Todos los derechos reservados.

LAS LUNAS DE JÚPITER. CUENTO DE ALICE MUNRO


LAS LUNAS DE JÚPITER
Encontré a mi padre en el ala de cardiología, en el octavo piso del Hospital General de Toronto. Estaba en una habitación semiprivada. La otra cama estaba vacía. Dijo que su seguro hospitalario cubría solo una cama en el pabellón, y que estaba preocupado por que pudieran cobrarle un suplemento.
–Yo no he pedido una semiprivada–dijo-.Le dije que probablemente las salas estuvieran llenas.
–No. He visto algunas camas vacías cuando me llevaban con la silla de ruedas.
–Entonces será porque te tenían que conectar con esa cosa –le dije–. No te preocupes. Si te van a cobrar un suplemento, te lo dicen.
–Eso será probablemente –dijo–. No querrían esos trastos en las salas. Supongo que eso estará cubierto. Le dije que estaba segura de que sí. Tenía cables pegados al pecho. Una pequeña pantalla colgaba por encima de su cabeza. En ella, una línea brillante y dentada parpadeaba continuamente. El parpadeo iba acompañado de un nervioso zumbido electrónico. El comportamiento de su corazón estaba a la vista. Intenté ignorarlo. Me parecía que prestarle tanta atención –exagerar, de hecho, lo que debería ser una actividad totalmente secreta– era buscar problemas. Cualquier cosa exhibida de aquel modo era propensa a estallar y volverse loca. A mi padre no parecía importarle. Decían que le tenían con tranquilizantes.
“Ya sabes –decía–, las pastillas de la felicidad”. Parecía tranquilo y optimista. Había sido distinto la noche anterior. Cuando le llevé al hospital, a la sala de urgencias, estaba pálido y con la boca cerrada. Abrió la puerta del coche, se quedó de pie y dijo despacio:
–Quizá sea mejor que me traigas una de esas sillas de ruedas. Utilizaba la voz que siempre ponía en una crisis. Una vez, nuestra chimenea se incendió; era domingo por la tarde y yo estaba en el comedor poniendo alfileres en un vestido que estaba haciendo. Entró y dijo con aquella mismo voz flemática y admonitoria:
–Janet, ¿sabes dónde hay polvos de levadura?
Los quería para echarlos al fuego. Luego dijo:
–Supongo que ha sido culpa tuya… Coser en domingo. Tuve que esperar durante más de una hora en la sala de espera en urgencias. Llamaron a un especialista de corazón que estaba en el hospital, un hombre joven. Me hizo pasar a una sala y me explicó que una de las válvulas del corazón de mi padre se había deteriorado tanto que debía ser operado inmediatamente. Le pregunté qué sucedería si no.
–Tendría que estar en la cama –dijo el médico.
–¿Cuánto tiempo?
–Quizá tres meses.
–He querido decir, ¿cuánto tiempo vivirá?
–Eso es lo que yo también he querido decir–dijo el doctor.
Fui a ver a mi padre. Estaba sentado en la cama que había en el rincón, con la cortina descorrida.
–Es malo, ¿verdad? –me preguntó–. ¿Te ha dicho lo de la válvula?
–No es tan malo como podía ser –le dije. Luego repetí, incluso exageré, cualquier cosa esperanzadora que el médico me hubiese dicho–.No estás en peligro inmediato. Tu condición física es buena, por lo de demás.
–Por lo demás –dijo mi padre con pesimismo.
Yo estaba cansada de haber conducido todo el camino hasta Dalgleish, preocupada por devolver el coche de alquiler a tiempo, e irritada por un artículo que había estado leyendo en una revista en la sala de espera. Era sobre otra escritora, una mujer más joven, más guapa y probablemente con más talento que yo. Yo había estado en Inglaterra durante dos meses, de modo que no había visto antes aquel artículo, pero me pasó por la cabeza mientras lo estaba leyendo que mi padre lo habría leído. Podía oírle decir: “Bueno, no he visto nada sobre ti en Maclean´s”. Y si hubiese leído algo sobre mí diría: “Bueno, no tengo una gran opinión de ese reportaje”.
Su tono sería festivo e indulgente, pero produciría en mí una familiar tristeza de espíritu. El mensaje que recibí de él era sencillo: Hay que luchar por conseguir la fama y luego pedir perdón por ella. Tanto si la consigues como si no, tú tendrás la culpa. No me sorprendieron las noticias del médico. Estaba preparada para oír algo parecido y estaba contenta conmigo misma por contármelo con calma, del mismo modo que estaría contenta conmigo misma por vendar una herida o por mirar desde el endeble balcón de un edificio alto. Pensé: Sí, es la hora; tiene que haber algo, aquí está. No sentí la protesta que habría sentido veinte, incluso diez años antes. Cuando vi por la cara de mi padre que él la sentía, que el rechazo le subía de un salto tan prontamente como si hubiese tenido treinta o cuarenta años más joven, mi corazón se endureció, y hablé con una especie de atormentadora alegría.
–Por lo demás, estás pletórico–dije.
Al día siguiente era de nuevo él mismo. Así es como yo lo habría expresado. Dijo que ahora le parecía que el joven, el médico, pudiera haber estado demasiado impaciente por operar.
–Un bisturí un poco fácil–dijo.
Estaba burlón y alardeando de jerga hospitalaria. Dijo que otro doctor le había examinado, un hombre mayor, y le había expresado su opinión de que descanso y medicación podrían surtir efecto. Yo no pregunté qué efecto.
–Dice que tengo una válvula defectuosa. Está ciertamente dañada. Querían saber si tuve fiebres reumáticas cuando era niño. Yo le dije que no lo creía, pero entonces la mitad de las veces no te diagnosticaban lo que tenías. Mi padre no era ciertamente alguien que fuese a buscar al médico. El recuerdo de la infancia de mi padre, que yo siempre me había imaginado como sombría y peligrosa -la modesta granja, las hermanas atemorizadas, el padre severo- me hicieron menos resignada ante su muerte. Pensé en él huyendo para irse a trabajar en los barcos del lago, corriendo por las vías del ferrocarril hasta Gorderich, a la luz del anochecer. Acostumbraba a contar aquel viaje. En algún lugar de la vía encontró un membrillo. Los membrillos son raros en nuestra zona del país; de hecho, no he visto nunca ninguno. Ni siquiera el que encontró mi padre, aunque una vez nos llevó de excursión para ir a buscarlo. Pensó que conocía el cruce cerca del que estaba, pero no pudimos encontrarlo. No pudo encontrar el fruto, desde luego, pero quedó impresionado por su existencia. Le hizo pensar que había llegado a una nueva parte del mundo. El muchacho fugado, el superviviente, un anciano atrapado aquí por su corazón estropeado. Yo no buscaba estos pensamientos. No me importaba pensar en su personalidad de joven. Incluso su torso desnudo, fornido y blanco–tenía el cuerpo de un trabajador de su generación, raramente expuesto al sol– era un peligro para mí; parecía tan fuerte y joven. El cuello arrugado, las manos y los brazos manchados por la edad, la estrecha y comedida cabeza, con su pelo fino y canoso y su bigote, se parecían más a lo que yo estaba acostumbrada.
–¿Y para qué quiero que me operen? –decía mi padre razonablemente–.Piensa en el riesgo a mi edad, ¿y para qué? Unos cuantos años como máximo. Creo que lo mejor que puedo hacer es irme a casa y tomármelo con calma. Rendirme con elegancia. Eso es todo lo que se puede hacer a mi edad. Tu actitud cambia, ¿sabes? Se sufren cambios mentales. Parece más natural.
–¿El qué? –le pregunté.
–Bueno, la muerte. No hay nada más natural. No, a lo que yo me refiero, en particular, es a no operarme.
–¿Eso parece más natural?
-Sí.
–Tienes que decidirlo tú –le dije, pero yo lo aprobaba.
Eso era lo que yo habría esperado de él. Siempre que hablaba a la gente de mi padre subrayaba su independencia, su autosuficiencia, su paciencia. Trabajaba en una fábrica, trabajaba en su jardín, leía libros de historia. Podía hablar de emperadores romanos o de las guerras de los Balcanes. Nunca se quejaba. Judith, mi hija pequeña, había ido a buscarme al aeropuerto de Toronto dos días antes. Había ido con el chico con el que estaba viviendo, y cuyo nombre era Don. Se iban a México por la mañana, y mientras yo estuviera en Toronto me quedaría en su apartamento. Por ahora vivo en Vancouver. A veces digo que no tengo mi centro de operaciones en Vancouver.
–¿Dónde está Nichola? –pregunté, pensando de inmediato en un accidente o en una sobredosis. Nichola es mi hija mayor. Era estudiante del conservatorio, después se hizo camarera, luego se quedó sin trabajo. Si hubiese estado en el aeropuerto, probablemente yo habría dicho algo inoportuno. Le habría preguntado cuáles eran sus planes y ella se habría echado el cabello hacia atrás con elegancia y habría dicho: “¿Planes?”, como si fuese una palabra que yo hubiese inventado.
–Sabía que lo primero que harías sería preguntar por Nichola.
–No es así. He dicho hola y…
–Bueno, coge tu maleta –dijo Don con voz neutral.
–¿Está bien?
-Estoy segura de que sí –dijo Judith en un falso tono de burla–. No estarías sí si fuese yo quien no estuviera aquí.
–Pues claro que sí.
–No. Nichola es el bebé de la familia. ¿Sabes? Tiene cuatro años más que yo.
–Yo debería saberlo.
 
Judith dijo que no sabía exactamente dónde estaba Nichola. Dijo que Nichola se había ido de su apartamento (¡aquel basurero!) y que la había telefoneado incluso (lo que ya es mucho, se podría decir, que Nichola telefonee) para decir que quería estar incomunicada durante un tiempo, pero estaba bien.
–Le dije que te ibas a preocupar –dijo Judith más amablemente, camino dela camioneta. Don estaba delante, con mi maleta– . Pero no te preocupes. Está bien, créeme. La presencia de Don me incomodaba. No me gustaba que él oyera estas cosas. Pensé en las conversaciones que debían de haber tenido, Don y Judith. O Don, Judith y Nichola, porque Nichola y Judith estaban a veces en buenas relaciones. O Don, Judith, Nichola y otros cuyos nombres ni siquiera conocía. Habría hablado de mí. Judith y Nichola intercambiando opiniones, contando anécdotas; analizando, lamentando, culpando, perdonando. Ojalá hubiese tenido un chico y una chica. O dos chicos. No habrían hecho eso. Los chicos probablemente no pueden saber tanto de una. Yo hacía lo mismo a esa edad. Cuando tenía la edad que tiene ahora Judith hablaba con mis amigos en la cafetería de la facultad, o por la noche, tomando café en nuestras habitaciones baratas. Cuando tenía la edad que Nichola tiene ahora, yo la tenía a ella en un capazo, o revolviéndose en mi regazo, y tomaba también café todas las tardes lluviosas de Vancouver, con una vecina amiga, Ruth Boudreau, que leía mucho y estaba desconcertada por su situación, como yo. Hablábamos de nuestros padres, de nuestras infancias, aunque durante algún tiempo no hablamos de nuestros matrimonios. Cuán minuciosamente tratamos de nuestros padres y madres, lamentamos sus casamientos, sus equivocadas ambiciones o su miedo a la ambición, con cuánta competencia los archivamos, los definimos más allá de cualquier posibilidad de cambio. Qué presunción. Observé a Don caminando delante. Un muchacho alto y de aspecto ascético, con el cabello oscuro cortado a la manera de los franciscanos y un estudiado asomo de barba. ¿Qué derecho tenía a oír hablar de mí, a saber cosas de mí misma que probablemente yo había olvidado? Decía que su barba y su estilo de peinados eran afectados. Una vez, cuando mis hijas eran pequeñas, mi padre me dijo:
–¿Sabes? Esos años en los que crecías…, bueno, son solo una especie de impresión borrosa para mí. No puedo distinguir un año de otro. Yo me ofendí. No recordaba cada año distinto con dolor y claridad. Podría haber dicho la edad que tenía cuando iba a ver los trajes de noche en el escaparate de Benbow´s Ladies´Wear. Cada semana, durante todo el invierno, un traje nuevo, iluminado –el de lentejuelas y tul, el rosa y lila, el zafiro, el narciso trompón– , y yo, una adoradora de la fangosa acera.
Podría haber dicho la edad que tenía cuando falsifiqué la firma de mi madreen un boletín de malas notas, cuando tuve el sarampión, cuando empapelamos la habitación delantera. Pero los años en que Judith y Nichola eran pequeñas, cuando yo vivía con su padre, sí, borrosos sería la palabra adecuada. Recuerdo tender pañales, recoger y doblar pañales; puedo recordar las cocinas de dos casas y dónde estaba el cesto de la ropa. Recuerdo los programas de televisión:
Popeye el marino, Los tres secuaces, Divertirama.
Cuando empezaba Divertirama era el momento de dar la luz y hacer la cena. Pero no podía diferenciar los años. Vivíamos en las afueras de Vancouver en un barrio dormitorio: dormir, dormitorio, dormilón…, algo así. Entonces estaba siempre soñolienta; el embarazo me daba sueño, y los biberones nocturnos, y la lluvia incesante de la costa Oeste. Oscuros cedros goteando, el laurel brillante goteando, las esposas bostezando, sesteando, haciendo visitas, bebiendo café y doblando pañales; los maridos llegando a casa por l noche desde la ciudad atravesando el agua. Cada noche le daba un beso a mi marido cuando llegaba a casa con su Burberry empapada y esperaba que me despertara; servía carne y patatas y una de las cuatro verduras que él toleraba. Comía con un apetito voraz, y luego se quedaba dormido en el sofá de la sala. Nos habíamos convertido en una pareja de caricatura, más de mediana edad a nuestros veinte años de lo que seríamos en la edad madura. Esos torpes años son los años que nuestras hijas recordarán toda su vida. Rincones de los patios que yo nunca visité permanecerán en sus mentes.
–¿No quería verme Nichola? –le pregunté a Judith.
–La mitad de su tiempo no quiere ver a nadie –respondió. Judith se adelantó y tocó el hombro de Don. Yo conocía un gesto: una disculpa, una seguridad ansiosa. Tocas a un hombre de ese modo para recordarle que estás agradecida, que te das cuenta de que estás haciendo por ti algo que le aburre o que hace peligrar ligeramente su dignidad. Ver a mi hija tocar a un hombre–a un chico–, de ese modo me hacía sentirme más mayor de lo que me harían sentir los nietos. Sentí su triste nerviosismo, podía predecir sus sumisas atenciones. Mi franca y robusta hija, mi cándida y rubia hija. ¿Por qué iba yo a pensar que ella no sería susceptible, que siempre sería directa, de paso firme, independiente? Del mismo modo que voy por ahí diciendo que Nichola es tímida y solitaria, fría, seductora. Muchas personas deben de conocer cosas que contradirían lo que yo digo. Por la mañana Don y Judith partieron hacia México. Decidí que quería ver a alguien que no tuviese parentesco conmigo y que no esperase nada en especial de mí. Telefoneé a un antiguo amante mío, pero respondió un contestador: “Al habla Tom Shepherd. Voy a estar fuera de la ciudad durante el mes de septiembre. Por favor, deje su mensaje, nombre y número de teléfono”.
La voz de Tom sonaba tan agradable y familiar que abría la boca para preguntarle el significado de ese disparate. Después colgué. Sentí como si me hubiera fallado deliberadamente, como si hubiésemos quedado en encontrarnos en un lugar público y luego no se hubiera presentado. Recordé que una vez lo había hecho. Me puse un vaso de vermut, aunque aún no eran las doce, y telefoneé a mi padre.
–¡Vaya! –dijo–. Quince minutos más tarde y no me habrías encontrado.
–¿Ibas a ir al centro?
–Al centro de Toronto. Me explicó que se iba al hospital. Su médico de Dalgleish quería que los médicos de Toronto le echasen un vistazo, y le había entregado una carta para que la enseñara en la sala de urgencias.
–¿En la sala de urgencias? –dije.
–No es una urgencia. Parece ser que él cree que esta es la mejor forma de hacerlo. Conoce el nombre de alguien de allí. Si tuviese que darme hora, podría ser cuestión de semanas.
–¿Sabe tu médico que piensas conducir hasta Toronto? –le pregunté.
–Bueno, no me dijo que no pudiera.
El resultado de esto fue que alquilé un coche, fui hasta Dalgleish, volví con mi padre a Toronto y estaba con él en la sala de urgencias a las siete de la tarde. Antes de que Judith se fuera le dije:
–¿Estás segura de que Nichola sabe que me quedo aquí?
–Bueno, yo se lo he dicho –me contestó. A veces sonaba el teléfono, pero siempre era un amigo de Judith.
–Bueno, parece que me la voy a hacer –dijo mi padre.
Aquello fue el cuarto día. Había cambiado completamente de postura en una sola noche
–Parece que no haya razón para no hacerlo. No sabía qué quería que redijera. Pensé que quizá esperaba de mí una protesta, un intento de disuadirle.
–¿Cuándo lo harán?–pregunté.
–Pasado mañana.
Le dije que iba al lavabo. Fui hasta donde estaban las enfermeras y encontré allí a una mujer que pensé que era la enfermera jefe. En todo caso, tenía el pelo cano, era amable y parecía seria.
–¿Va a ser operado mi padre pasado mañana? –le pregunté.
–Sí.
–Sólo quería hablar de ello con alguien. Creí que se había acordado la decisión de que era mejor no hacerlo. Por su edad.
–Bueno, es su decisión y la del médico–me sonrió con condescendencia–.Es duro tomar estas decisiones.
–¿Cómo están sus pruebas?
–Bueno, no las he visto todas. Yo estaba segura de que sí. Al cabo de un momento dijo:
–Tenemos que ser realistas, pero los médicos son muy buenos aquí. Cuando volví a la habitación mi padre dijo, con voz sorprendida:
–Mares sin playa.
–¿Cómo?–dije.
Me pregunté si se había enterado de cuánto, o de qué poco tiempo podía esperar vivir. Me pregunté si las pastillas le habían dado una euforia precaria. O si había querido jugar. Una vez que me hablaba sobre su vida, me dijo: “El problema era que yo siempre tenía miedo a arriesgarme”.
Yo acostumbraba a decirle a la gente que él nunca hablaba con pesar de su vida, pero eso no era cierto. Era sólo que yo no lo escuchaba. Decía que debería haberse alistado en el ejército, que habría estado en mejor posición. Decía que debería haberse instalado por su cuenta, como carpintero, después de la guerra. Debería haberse ido de Dalgleish. Una vez dijo: “¿Una vida malgastada, eh?”. Pero se estaba burlando de sí mismo al decir aquello, porque era algo muy dramático. También cuando recitaba poesía tenía siempre una nota burlona en la voz, para disculpar la exhibición y el placer.
–Mares sin playa –dijo de nuevo–. Detrás de él las grises Azores,/ detrás las puertas de Hércules;/ delante de él sin traza de playas,/ delante de él solo mares sin playa. Eso era lo que tenía en la cabeza anoche. Pero ¿crees que podía recordar qué clases de playas? No podía. ¿Playas solitarias?¿Playas vacías? Estaba en el buen camino, pero no podía acordarme. Pero ahora, cuando has entrado en la habitación y no estaba pensando en ello, me vino la palabra a la cabeza. Siempre ocurre lo mismo, ¿verdad? No es tan sorprendente. Le hago una pregunta a mi mente. La respuesta está allí, pero yo no puedo ver todas las relaciones que está estableciendo mi mente para llegar a ella. Como un ordenador. Nada fuera de sitio. ¿Sabes?, en mi situación sucede que, si algo que no puedes explicar de inmediato, hay una gran tentación de, bueno, de hacer de ello un misterio. Hay una gran tentación de creer en…, ya sabes.
–¿El alma? –dije, con delicadeza, sintiendo un asombroso torrente de amor y entrega.
–¡Oh, supongo que se le puede llamar así! ¿Sabes?, cuando llegué a esta habitación había un montón de periódicos al lado de la cama. Alguien los había dejado allí, eran de esa clase de publicaciones sensacionalistas que nunca había leído. Empecé a leerlos. Habría leído cualquier cosa fácil. Había una serie de experiencias personales de gente que había muerto, médicamente hablando, la mayoría de paro cardíaco, y que había vuelto a la vida. Era lo que ellos recordaban del tiempo en que estuvieron muertos. Sus experiencias.
–¿Agradables o no? –le dije.
–Agradables. Sí, sí. Flotaban un poco más y reconocían a algunas que conocían y que había muerto antes que ellos. No es que los vieran exactamente, sino que era algo así como si los percibiesen. A veces había un canturreo y a veces una especie de…, ¿cómo se llama esa luz o ese color que hay alrededor de una persona?
–¿Aura?
–Oh, no sé. Todo se basa en si quieres creer en esa clase de cosas o no. Y si vas a creértelas, a tomártelas en serio, me imagino que tienes que tomarte en serio todo lo demás que publican esos periódicos.
–¿Qué más publican?
–Basura: curas de cáncer, de calvicie, cólicos en la generación joven y en los holgazanes ricos. Disparates de las estrellas de cine.
–Ah, sí, ya.
–En mi situación, hay que vigilar –dijo– , o empezarías a gastarte jugarretas a ti mismo.
Luego dijo:
–Hay unos cuantos pormenores prácticos que deberíamos poner en orden–y me habló de su testamento, de la casa, del solar del cementerio. Todo era sencillo.
–¿Quieres que telefonee a Peggy? –le pregunté. Peggy es mi hermana. Está casada con un astrónomo y vive en Victoria. Se lo pensó.
–Supongo que deberíamos decírselo –dijo finalmente–Pero no los alarmes.
–De acuerdo.
–No, espera un momento. Sam va a ir a una conferencia a finales de esta semana, y Peggy estaba pensando en acompañarle. No quiero que se planteen cambiar de planes.
–¿Dónde es la conferencia?
–En Ámsterdam –dijo con orgullo. Se enorgullecía realmente de Sam, y estaba al corriente de sus libros y de sus artículos. Cogía uno y decía: “Mirátelo, ¿quieres? ¡Y yo que no entiendo ni una palabra!”, con un voz maravillada que conseguía no obstante mostrar una sombra de ridículo.
–El profesor Sam –decía-–. Y los tres pequeños Sams. Así es como llamaba a sus nietos, que se parecían a su padre en inteligencia y en un casi atractivo empuje, un inocente y enérgico alardeo. Iban a una escuela privada que apoyaba la disciplina anticuada y que comenzaba el cálculo en el quinto grado.
–Y los perros –podía seguir enumerando –, que han ido a la escuela de adiestramiento. Y Peggy…
Pero si yo decía:
–¿Crees que ella también ha ido a una escuela de adiestramiento?
Él no seguía el juego. Yo imagino que cuando estuviera con Sam y Peggy hablaría de mí del mismo modo: aludiría a mi arbitrariedad del mismo modo que aludía a su gravedad, haría bromas suaves a mi costa, no ocultaría del todo su sorpresa (o haría ver que no la ocultaba) porque la gente pagase dinero por cosas que yo había escrito. Tenía que hacer esto para que no pareciese nunca que alardeaba, pero paraba cuando las bromas se hacían demasiado pesadas. Y, desde luego, después encontré en la casa cosas mías que había guardado: unas cuantas revistas, recortes de periódicos, cosas por las que yo nunca me había preocupado. En aquel momento sus pensamientos iban de la familia de Peggy a la mía:
–¿Has sabido algo de Judith? –preguntó.
–Aún no.
–Bueno, aún es pronto. ¿Iban a dormir en la furgoneta?
–Sí.
–Supongo que será lo suficientemente segura, si paran en los lugares adecuados. Sabía que tenía que decir algo más y sabía que surgiría como una broma.
–Supongo que pondrán una tabla en medio, como los pioneros
Yo sonreí, pero no respondí.
–Entiendo que no tienes nada que objetar.
–No –le dije.
–Bien, yo siempre lo vi así. No te metas en los asuntos de tus hijos. Yo intenté no decir nada. Nunca dije nada cuando dejaste a Richard.
–¿Qué quieres decir con “no dije nada”? ¿Criticar?
–No era asunto mío.
–No.
–Pero eso no quiere decir que me gustase. Me sorprendió, no solo por lo que decía, sino porque considerase que no tenía ningún derecho, ni siquiera ahora, a decirlo Tuve que mirar por la ventana, al tráfico de abajo, para controlarme. Hace mucho tiempo, me dijo de ese modo afable suyo:
–Es curioso. La primera vez que vi a Richard me recordó lo que mi padre acostumbraba a decirme. Decía: “Si aquel tipo fuese la mitad de inteligente de lo que cree que es, sería el doble de inteligente de lo que es en realidad”.
Me volví para recordarle aquello, pero me encontré mirando la línea que iba describiendo su corazón. No era que pareciese que algo funcionaba mal, que hubiera alguna diferencia en los zumbidos y en los puntos. Pero allí estaba. El vio dónde miraba.
–Ventaja desleal –dijo.
–Lo es –le respondí–. A mí también van a tener que conectarme .Reímos, nos dimos un beso formal y me fui. Al Menos no me había preguntado por Nichola, pensé. La tarde siguiente no fui al hospital, porque a mi padre tenían que hacerle más pruebas, para prepararlo para la operación. Tenía que ir por la noche. Me encontré paseando por las tiendas de ropa de Bloor Street, probándome vestidos. Me había entado una preocupación por la moda y por mi propio aspecto parecida a un rabioso dolor de cabeza. Miré a las mujeres por la calle, la ropa en las tiendas, intentando descubrir cómo podría llevar a cabo una transformación, qué tendría que comprar. Reconocía que era una obsesión, pero tenía problemas para desprenderme de ella. Había gente que me había dicho que esperando noticias de vida o muerte se había quedado delante de una nevera abierta comiendo cualquier cosa que viera: patatas hervidas frías, salsa de chile, cuencos de nata. O había sido incapaz de dejar de hacer crucigramas. La atención se limita a algo –alguna distracción–, se agarra a ella, se vuelve frenéticamente seria. Revolví prendas de los percheros, me las probé en pequeños probadores en los que hacía calor, delante de crueles espejos. Sudaba; una o dos veces creí que iba a desmayarme. De nuevo en la calle, pensé que debía alejarme de Bloor Street, y decidí ir al museo. Recordaba otra vez, en Vancouver. Fue cuando Nichola iba al jardín de infancia y Judith era un bebé. Nichola había ido al médico por un resfriado, o quizá para un examen de rutina, y el análisis de sangre mostraba algo en sus glóbulos blancos, o que había demasiados o que se habían hecho grandes. El médico pidió más análisis y yo llevé a Nichola al hospital para que se los hicieran. Nadie mencionó la leucemia, pero yo sabía, desde luego, lo que estaban buscando. Y cuando llevé a Nichola a casa le pedí a la canguro que había estado con Judith que se quedase por la tarde, y me fui de compras. Me compré el vestido más atrevido que haya tenido nunca, una especie de funda de seda negra con algún adorno de encaje en el delantero. Recuerdo aquella radiante tarde de primavera, los zapatos altos en los grandes almacenes, la ropa interior con estampado de leopardo. También recordaba la vuelta a casa desde el hospital de St. Paul por el puente de Lions Gate en el autobús atestado, llevando a Nichola sobre mis rodillas. De repente ella recordó el nombre que le daba de pequeñita al puente y me dijo en voz baja: “Puente, por el puente”.
No evité tocar a mi hija–Nichola era esbelta y grácil incluso entonces, con un culito precioso y un cabello oscuro y fino –, pero me di cuenta de que la estaba tocando de una forma distinta, aunque yo no creía que ello pudiera ser nunca detectado. Había un cuidado –no exactamente un retraimiento sino un cuidado–para no sentir demasiado. Vi que las formas del amor se pueden mantener con una persona condenada, pero con el amor en realidad medido y disciplinado, porque hay que sobrevivir. Se podía hacer de forma tan discreta que el objeto de dicho cuidado no sospecharía, del mismo modo que tampoco sospecharía la misma sentencia de muerte. Nichola no sabía, no lo sabría. Le llegarían juguetes y besos y bromas; nunca lo sabría, auque a mí me preocupaba que sintiera el viento por entre las grietas delas vacaciones inventadas, de los días normales inventados. Pero todo estaba bien. Nichola no tenía leucemia. Creció, aún seguía viva, y probablemente feliz. Incomunicada. No podía pensar en qué quería ver realmente del museo; de modo que fui hasta el planetario. Nunca había estado enano. La sesión iba a empezar dentro de diez minutos. Entré, compré una entrada y me puse a la cola. Había una clase entera de colegiales, quizá dos, con profesores y madres voluntarias llevando el grupo. Miré alrededor para ver si había otros adultos sueltos. Solo uno, un hombre con a cara roja y los ojos hinchados, que parecía estar allí para evitar ir a un bar. Una vez dentro, nos sentamos en asientos maravillosamente cómodos que estaban reclinados hacia atrás de modo que estabas en una especie de hamaca, con la atención dirigida a la parte cóncava del techo, que pronto se convirtió en azul oscuro, con un ligero reborde de luz alrededor. Había una música espléndida e impresionante. Los adultos iban haciendo callar a los niños, intentando que dejasen de hacer crujir sus bolsas de patatas fritas. Entonces la voz de un hombre que salía de las paredes, una voz profesional y elocuente, comenzó a hablar, despacio. La voz me recordaba un poco a la forma en que los locutores de radio anunciaban una pieza de música clásica o describían el avance de la familia real hasta la abadía de Westminster en uno de sus eventos reales. Había un ligero efecto de cámara de resonancia. El oscuro techo se estaba llenado e estrellas. No salían todas a la vez, sino una detrás de otra, de la forma en que las estrellas salen realmente por la noche, aunque más rápidamente. Apareció la Vía Láctea, se acercó, las estrellas flotaban en el brillo y seguían, desapareciendo más allá de los límites de la pantalla estelar, o detrás de mi cabeza. Mientras el torrente de luz continuaba, la voz presentaba los sorprendentes hechos. “Hace unos cuantos años luz –anunciaba–, el sol aparece como una estrella brillante, y los planetas no son visibles. Hace unas cuentas docenas de años luz, es sólo aproximadamente la milésima parte de la distancia desde el sol hasta el centro de nuestra galaxia, un galaxia que contiene unos doscientos mil millones de soles. Y es, a su vez, una entre millones, quizá miles de millones, de galaxias”. Repeticiones innumerables, variaciones innumerables. Todo esto pasaba también por mi cabeza, como fogonazos. Luego se abandonaba el realismo, en aras del artificio familiar. Un modelo del sistema solar iba dando vueltas con su elegante estilo. Un aparato brillante despegaba de la Tierra, dirigiéndose hacia Júpiter. Puse mi esquiva y evasiva mente a tomar firmemente nota de los hechos. La masa de Júpiter, dos veces y media la de los demás planetas juntos. La gran mancha roja. Las trece lunas. Más allá de Júpiter, una mirada a la excéntrica órbita de Plutón, los helados anillos de Saturno. De nuevo en la Tierra y pasando al caliente y brillante Venus. La presión atmosférica, noventa veces la nuestra. Mercurio, sin luna, que da tres vueltas de rotación mientras gira dos veces alrededor del sol; un arreglo extraño, notan satisfactorio como el que nos contaban: que daba una vuelta de rotación mientras giraba alrededor del sol. Sin oscuridad perpetua, después de todo. ¿Por qué nos dieron una información tan segura para anunciarnos después que estaba equivocada? Finalmente, la imagen ya familiar de las revistas: el suelo rojo de Marte, el fluorescente suelo rojo .
Cuando terminó la sesión me quedé en la silla mientras los niños trepaban por encima de mí sin comentar nada de lo que acababan de ver o de oír. Estaban importunando a sus cuidadores para que les dieran chucherías y más diversión. Éstos habían hecho un esfuerzo por captar su atención, para apartarlas de las palomitas y de las patatas fritas y fijarla en distintas cosas conocidas y desconocidas y en inmensidades horribles, y parecían haber fracasado. Algo bueno, también, pensé. Los niños tienen una inmunidad natural, la mayoría de ellos, y no deberá ser alterada. En cuanto a los adultos que lo lamentaran, quienes habían promovido aquel espectáculo, ¿no eran ellos mismos inmunes hasta el punto de que podían añadir los efectos de la cámara de resonancia, la música, la solemnidad eclesiástica, simulando el temor que suponían que los niños debían de sentir? Temor… ¿qué se suponía que era?¿Escalofríos al mirar por la ventana? Una vez que se sabía lo que era, no se podía provocar. Llegaron dos hombres con escobas para barrer los desperdicios que la audiencia había dejado a su paso. Me dijeron que la siguiente sesión empezaría al cabo de cuarenta minutos. Mientras tanto, tenía que salir.
–Fui a la sesión del planetario –le dije a mi padre–. Fue muy interesante… Sobre el sistema solar –Pensé en la palabra tan tonta que había utilizado: “interesante”– . Es como un templo ligeramente falsificado–añadí.
Él ya estaba hablando:
–Recuerdo cuando descubrieron Plutón. Exactamente donde esperaban encontrarlo. Mercurio, Venus, Tierra, Marte –recitaban–. Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. ¿Es así?
–Sí –dije. Me alegraba de que no hubiese oído lo que había dicho de templo falsificado. Lo había dicho para ser sincera, pero sonaba a tramposo y a superior–. Dime las lunas de Júpiter.
–Bueno, no conozco las nuevas. Hay un montón de nuevas, ¿verdad?
–Dos, pero no son nuevas.
–Nuevas para nosotros –dijo mi padre–. Te has vuelto muy descarada ahora que me van a rajar.
–“Rajar”. Qué expresión.
Aquella noche no estaba en la cama, su última noche. Le habían desconectado de sus aparatos y estaba sentado en una silla junto a una ventana. Tenía las piernas desnudas y llevaba una bata del hospital, pero no se le veía cohibido ni fuera de lugar. Se le veía pensativo pero de buen humor, un anfitrión afable.
–Ni siquiera has dicho las antiguas–le dije.
–Dame tiempo. Galileo les puso el nombre. Io.
–Ya has empezado.
–Las lunas de Júpiter fueron los primeros cuerpos celestes descubiertos con el telescopio
–dijo con gravedad, como si pudiera ver la frase en un libro antiguo–. No fue Galileo quien les dio los nombres, tampoco; era un alemán. Io, Europa, Ganímedes, Calisto. Ahí las tienes.
–Sí.
–Io y Europa eran novias de Júpiter, ¿verdad? Ganímedes era un chico. ¿Un pastor? No sé quién era Calisto.
–Creo que también era una novia–le dije–. La mujer de Júpiter
–La mujer de Jove –la convirtió en un oso y la colocó en el cielo. La Osa Mayor y la Osa Menor. La Osa Menor era su niña.
El altavoz dijo que era la hora de que las visitas se marcharan.
–Te veré cuando salgas de la anestesia–le dije.
–Sí.
Cuando llegué a la puerta me llamó.
–Ganímedes no era ningún pastor. Era el copero de Júpiter.
Cuando me marché del planetario aquella tarde, atravesé el museo hacia el jardín chino. Vi de nuevo los camellos de piedra, los guerreros, la tumba. Me senté en un banco que daba a Bloor Street. A través de los matorrales siempre verdes y la alta verja de hierro observé a la gente pasar a la luz dela caída de la tarde. El espectáculo del planetario había logrado lo que yo quería, después de todo; me había tranquilizado, me había secado. Vi a una chica que me recordó a Nichola. Llevaba un impermeable y una bolsa de comestibles. Era más baja que Nichola, realmente no se parecía mucho a ella, pero pensé que podría ver a Nichola. Estaría por alguna calle quizá no lejos de allí, agobiada, preocupada, sola. Ella era ahora una de las personas adultas del mundo, uno de los compradores volviendo a casa. Si realmente la veía, podría quedarme sentada y mirar, pensé. Me sentía como una de aquellas personas que habían flotado en el cielo, disfrutando de una breve muerte. Un alivio, mientras dura. Mi padre había escogido y Nichola había escogido. Algún día, probablemente pronto, sabría de ella, pero equivalía a lo mismo. Pensé en levantarme y acercarme hasta la tumba, para ver las tallas en relieve, los cuadros en piedra, que están a su alrededor. Siempre pensaba en verlos y nunca lo hacía. Tampoco lo haría esta vez. Hacía frío fuera, de modo que entré, a tomar un café y a comer algo antes de volver al hospital.